17.3.10

CRÓNICAS DE UN VIAJERO (PARTE 4... y creo final)

...Una plaza, un kiosco y mucha gente, elementos indispensables en jardines, paseos o alameda central de prácticamente cualquier ciudad, cada kiosco tiene una particularidad, ninguno es igual a otro, parecen las huellas dactilares de cada poblado, la identificación personal, son representativos de cada lugar ya que no se encuentran dos iguales en todo el país pero, el ver asomar la cabeza de un ratón entre la hierba del “parque” central sigue siendo una experiencia insólita para el viajero despistado (su servidor). Estos bichos, franca y personalmente ¡¡horrendos!! Enseñan el hocico con la tranquilidad de aquel que se sabe “dueño” del lugar o del inquilino que ya ha pagado hace muchos años el derecho por su vivienda. Estas plagas pasean y campan a sus anchas por la urbe y los paseantes habituales simplemente giran la cabeza cuando escuchan el sonido inconfundible del rastreo. Así vive la gente, sin complicaciones y con preocupaciones más importantes que un roedor curioso, en mi ciudad los roedores no se dan el lujo de mostrarse, huyen, se esconden y hacen el menor ruido posible, ciudades tan diferentes; aquí son calles empedradas que desembocan directamente en el parque, allá de donde vengo las calles pavimentadas y la fachada de la catedral, son un zoco caótico y agobiante, las cuerdas que aguantan los plásticos que sirven de techo, penden de cualquier farol, poste o de cualquier persiana metálica en los muros. Pasear por allí no es fácil, y menos cuando los propios vendedores, en un alarde de contradictoria mercadotecnia, impiden el avance de los potenciales compradores, sentados en taburetes en medio de las aceras y platicando entre ellos, con la confianza que dan varios años de ver cada mañana los mismos rostros y gestos. Todo está en venta: juguetes de plástico, ropa de segunda mano, aparatos de radio, cuchillos, DVD piratas (allá no hay top mantas: jamás hay que recoger el material cuando llega la policía porque la piratería no es delito. O mejor dicho: los piratas pagan mordidas por serlo, lo que los convierte en individuos respetables). Y siempre hay alguien que parece salido de una película de terror.
Triste realidad que me invita a desear no irme de aquí nunca más, de viajar constantemente sin parar, buscando cualquier pretexto para no regresar allá, de donde vengo. Imágenes burdas y explicitas de la carencia de respeto y convivencia entre las personas que caminan por las calles de la ciudad todos los días, convivencia y respeto que aquí en este “pueblo” hace alarde todos los días desde el primer –buenos días- profesado a cualquier rostro, aquí no hay extraños, no hay blancos o negros, gordos o flacos, si hay pobres, de hecho muchos pobres, casi no hay ricos, pero la singularidad que todos comparten; es que somos personas igualmente valiosas.

No sé cuánto tiempo me perdí entre pensamientos y tristes comparaciones, antes de continuar con mi camino, tampoco sé como volví pero retome la oportunidad de seguir aprendiendo, llegue a un “cine”, de esos de los que ya no existen en la ciudad de México: cine de barrio sin comodidades ni aderezos, casi un garaje con gradas y un retazo enorme de tela enfrente, baratísimo por cierto, me atreví a entrar ya que afuera el cielo manifestaba un diluvio no anunciado, ni esperado. Me encontraba sin un paraguas y aunque ese no es pretexto no me quise arriesgar a la aventura de seguir caminando, realmente me gusta salir a empaparme de vida cuando llueve, solo que esta vez si me mojaba, el equipo fotográfico pagaría las consecuencias de aquel capricho arraigado desde niño, sin prisas ni problemas, sabía que sólo tenía que esperar hasta que la tormenta escampara apretujado entre el resto de espectadores que tampoco llevaban paraguas, ¿para qué llevarlo? Podría jurar que en todo Centro y Sudamérica nadie lleva uno nunca: el tiempo es tan imprevisible que llevar uno permanentemente sería demasiado engorroso.

Observaba ansioso la lluvia incitándome a perderme nuevamente en pensamientos burdos e imágenes gastadas a tris de caer en pacifica catarsis, causada por ese juego de pensamientos e imágenes que invaden mi cabeza cuando sin quererlo dadas las circunstancias obtengo un “break mental”. Y entonces apareció aquel hombre, fornido, con cara de sádico perverso, encías siempre visibles y palmetazos en mi espalda. Me asuste y al instante adopte la actitud defensiva, pensando que tanta familiaridad sólo puede ser una evidencia del robo que se va a perpetrar a continuación, intenté no hacerle mucho caso pero tampoco podía escapar, atrapado entre la calle que ya parecía un arroyo y el resto de cinéfilos que se agolpaban a mi alrededor. Me preguntó lo evidente, ante mi aspecto de blanca tez y mi acento “cantadito”: que de dónde era -"ah, Chilango!!"-, que si andaba sólo por ahí -"no, me espera mi familia numerosa al otro lado de la calle"-, (le iba a decir, no fuera a ser que mi soledad se convirtiera en otro aliciente para el crimen), que si tenía cinco minutos para escuchar algo que quería comentarme ("sólo cinco, y además estaba lloviendo"). Sin duda estaba acorralado, así que sin mejor opción hice ademán de prestarle atención mientras me palpaba los bolsillos, por si acaso. En seguida me pidió prestado un bolígrafo y en un papel anotó seis cifras: 1,959.248 - 1,497.508 - 1,504.750 - 1, 964.375 - 1,504.783 y 1.972.550. Precedido de ese mar de números me preguntó cuál era la superficie en kilómetros cuadrados de mi país. Pensé que alguien le había hecho la misma pregunta a él, o quizás fuera un profesor que lo examinó, y ahora había encontrado la posibilidad de resolver el enigma: ¡estaba ante un fulano, que seguro que sabía con exactitud la superficie de su propio país! Miré ya con cierta atención los números y, como es de suponer, no tenía ni idea de cuál era la contestación a semejante arbitrariedad, mucho menos a la salida de un cine, frente a un chaparrón, con ganas de llegar al hotel y ponerme a leer un libro.

Pero tenía la vaga certeza de que la cifra comenzaba por 1,9 y algo (quizá una chispa alojada en mi cerebro desde tiempos de la secundaria) así que le dije eso, que podía ser cualquiera de los tres últimos números. Y ahí comenzó el baile: atropelladamente, fue contando que la cifra buena era la primera, pero que había que añadirle los 5,127 kilómetros cuadrados de superficie insular, lo que nos llevaba a la perversa y cabal cifra final de 1,964.375…

El silencio, mi silencio; al parecer dejo complacido al desinhibido interlocutor, aproveche el barullo que provocó la caída de agua sobre algunas personas, y me quede pensando ensimismado, después de un boom de imágenes y recuerdos y el temor que causo en mí aquel extraño que se acerco sin que lo llamara y que en mi ciudad una actitud similar sería sinónimo de problemas; ¿Quién te llamo, quien te dijo que me interesaría hablar respecto a la superficie del territorio nacional? estoy a mas de 900 kilómetros de distancia del mundo vil y sucio en el que vivo, creyendo a ciencia cierta que jamás me encontraría por aquí alguien a quien conozca o le interese ni un centímetro el territorio donde vivimos y para rematar con el irónico sarcasmo; saliendo de ver una mala película, con roedores asomando sus hocicos por el pasto al más leve requiebro. Y Tú gañán, con tu más histriónica sonrisa, me entregas el papel con aquellos números perversos y te difuminas entre la brisa y las paredes envejecidas del centro, calle abajo, sin decir nada mas, te desapareces entre la lluvia y la escaza luz de las calles de Chiapas…
Desde aquellos días, conservo el papel, pensando en aquel fanático del dadaísmo pudiendo asomar su nariz, impertérrito, en cualquier esquina, despachando de manera furtiva, gratuita y sobre todo fortuita a cualquier atolondrado viajero, chilango o extranjero; papelitos de “cultura general” y sapiencia obligatoria para recordarnos que; nadie se hace más grande por el conocimiento encontrado, el conocimiento como el amor son las únicas cosas intangibles que más CRECEN cuando se comparten y a su vez éstos carecen de valor cuando no son llevados a la práctica...

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