24.3.10

ALLÁ EN TEPOZTLÁN (de las Crónicas de un Viajero)

Y fue en estos senderos y gracias a esta experiencia que encontré lo que realmente quiero…

Sábado de aquel 13 de Marzo, la luz de la tarde comenzaba a ceder dando paso a la noche, apenas salíamos de la ciudad de México rumbo a aquella aventura, el autobús se retrasó, salimos una hora tarde después de la hora señalada, el viaje tranquilo como todos los viajes que se toman menos de dos horas cumplir destino, mágico lugar asediado por tanta gente, Tepoztlán nos dice: ¡Bienvenidos!

Ardua y divertida labor la búsqueda de hospedaje, son los beneficios de improvisar, de llegar sin saber a dónde o que esperar, la caminata por aquellas calles en la noche tiene su gracia, los mini bares muestran su folklore y la gente sus deseos de pasarla bien, café amor, los colorines, bar-celona, arrullo de luna por mencionar algunos, después de una jornada de ir y venir por la misma calle, preguntar precios y recibir la misma respuesta: -ya no hay lugar- una señora se apiada de nuestra agonía y nos ofrece un buen lugar a buen precio, ¡que mas da! la aventura apenas comienza, liberemos peso y salgamos a conocer un poco de la vida nocturna de Tepoztlán…
El café amor, testigo indiscutible de nuestra última noche “haciendo las paces”, pasémosla bien hoy que estamos alejados de tanta porquería y tantas mentiras, mañana otra cosa será…

Cuando me despierto ya casi es medio día, es hora de levantarse –pienso-, y seguir nuestro camino, pero tu cuerpo hermoso y desnudo me invita a quedarme más tiempo abrazado a ti, aleja mis ganas de ir y continuar con la batalla desatada horas atrás, batalla entre cuerpos desnudos, manos, caricias, besos y palabras sucias, sentirte un poco mas mía… sentirme un poco mas tuyo.

El empedrado comienza calles abajo, majestuoso panorama rodeado de cerros boscosos, comienza la travesía, aquel árbol de tronco viejísimo, enorme ahuehuete partido por un “riachuelo” funge de portón para recibir al viajero que busca comulgar con el espíritu de nuestros antepasados indígenas, el pecado de su falta de cultura. La ascensión al cerro del Tepozteco es labor titánica que demanda salud. A los primeros pasos el cuerpo comienza a responder, la respiración se agita de sobremanera, el sudor emana como torrentes de agua en un caudal furioso sobre el cuerpo, macizo cerro vertical que se conquista recorriendo ínfimas escalerillas de labrado burdo, extenuantes, y ante la primera impresión; interminables.

Arboles de gran altura, airosos y siempre de pie, testigos de la debilidad física y temple de los visitantes que no se rinden en conquistar piedra tras piedra. El premio es la así llamada pirámide, basamento prehispánico de orientación perfecta, hoy infestado de coatíes, popularmente llamados “tejones”, plaga omnívora que con sus enervantes chillidos hace eco de una naturaleza que está siempre dispuesta a devorarnos.

Ellos son parte de las fuerzas oscuras de la Tierra que siempre acechan y velan por nosotros. Irónica la postura de la gente, ante los letreros de advertencia y a la vez demanda, de no alimentar a estas “tiernas plagas”, los cacahuates se han convertido en el tesoro anhelado por aquellos animales, pareciera que la gente se empecina en escalar tales alturas solo por el placer de arrojar estas leguminosas al piso y observar encantada el barullo que ocasionan estos pequeños mamíferos. Sin embargo, esta actividad, la de arrojar cacahuates a los coatíes es peligrosa. Ingratos como son, suelen soltar una dentellada a su cándido benefactor. Si los ignoramos, podremos llegar sin cargo al santuario que los arquitectos Xochimilcas levantaron a más de dos mil metros sobre el nivel del mar, entre los siglos XII y XIV. Más tarde, los mexicas conquistarían el lugar, consagrándolo al dios del pulque, Dos Conejo: Ometochtli-Tepoxtécatl. Que orgullo mirar desde aquí, sentirse parte de esta cultura no heredada, ni siquiera transmitida, solo sobreviviente, ya que a la llegada de los frailes en su febril lucha por la evangelización, destruyeron el ídolo del Conejo, hijo de Quetzalcóatl, mas nunca pudieron levantar nada en el lugar donde todavía hoy puede observarse airoso el templo prehispánico.
Yo, el peor de los naturalistas pero amante del saber lo digo, y agradezco al universo la oportunidad de estar ahí y compartir la experiencia con “mujer incomparable”, última aventura de la coerción de nuestras vidas, por cierto, destinada al fracaso.

Llego la hora de regresar, allá donde dejamos las mochilas y buscar refugio una vez más. La labor al bajar la montaña también es vesánica, que demanda ahora no sólo salud, también paciencia y que uno mismo se mimetice con el medio, la fortaleza de las piernas encuentra su suerte, el sudor; parece imposible pero no se agota, ¿de dónde sale tanta agua? Sigo descendiendo, aprovechando la oportunidad de obtener la mejor foto, la que quede grabada para siempre, en el mecanismo digital, pero sobre todo en mi mente y mi corazón, es ahí donde me encuentro conmigo mismo y los arboles y los pájaros me hablan al oído, esto es lo que amas, TECUAN esto es lo que buscabas. Mis movimientos son torpes, pero no riesgosos. A mi alrededor, verde interminable que contrasta con algunas cimas de roca desnuda.
La vista es hermosa, los dioses prehispánicos me protegen. Desde las alturas, algunas aves de rapiña vuelan en círculo y chillan hambrientas. Según aquel letrero, 1240 metros de descenso desde aquella cueva que nos llamo visitarla, en donde tomamos fotos y sin preverlo, capture a un murciélago que dormitaba, el descenso parecía más largo que su antagónico, un leve tropezón me hace exclamar en mis adentros: “¡Virgen Santísima!” Mi agnosticismo no es derrotado por la religión, sino por las fuerzas de la naturaleza; fuerzas que también operan en la mente humana, y que fueron en realidad quienes moldearon el cerebro y sus chapuceros descalabros. No obstante, el envidioso Dios cristiano o Jehová nada podrá hacerme esa tarde. ¡Tonatzin ilumina mi agitado corazón! La vertical del cerro es sublime en su majestad, infinitamente grande en su declive. El aire puro de la montaña danza en mis oídos, casi silenciosamente excepto por mi agitada respiración, descendemos la escarpada pendiente.

Alcanzar aquel ahuehuete a la entrada es el éxtasis. ¡Hemos logrado salir bien librados de esta! y con una entrañable experiencia.

Una visita al mercado local, al museo Carlos Pellicer y al Exconvento culminaron un día magnífico. Atrio espacioso, ángeles que enmarcan a la Virgen, los brazos sostienen al bebé Jesús sonriente, en tanto que su madre pisa la Luna. El templo otrora dominico, con los campanarios al suelo, debido al mantenimiento.

El hombre es el sueño de un Dios desconocido...

En una de las ventanas del mirador han montado un telescopio desde el cual puede contemplarse la pirámide del Tepozteco. En aquella espaciosa plaza de vetusta roca no pude evitar recordar la compañía de mi recientemente fallida concubina, que en esos momentos sufria un severo dolor de cabeza, me reincorporo a su encuentro y continuamos el camino, ya es tarde. Recorremos aquellos lugares, buscando asilo una noche mas y nos encontramos con el benefactor apropiado, dueño de la llamada “casa ecológica”, nos abastecemos de una buena dosis de pulque y emprendemos el camino a lo hasta ese momento; desconocido. La noche transcurrió maravillosa entre tus brazos, tu cuerpo infinita y deliciosamente desnudo y los abrazos a causa de los miedos que te invadieron por estar en aquel lugar en medio de la aparentemente nada.

Al amanecer, encantado como estoy, el llamado de nuestro casero a degustar el desayuno antes de partir, que hospitalidad, que paz, y que gusto por el uso de conciencia, ahora entiendo el por qué se llama aquel lugar; casa ecológica.
La partida de aquel lugar es lenta, no quiero que termine, aprovecho cualquier oportunidad, parar y observar tus ojos una vez más… esos ojos que ya no se iluminan con mi mirada, esos ojos que anhelan estas aventuras fueran con alguien más…

El día se acaba, el regreso es fatigoso, aterrizamos en mi casa y agradezco tu presencia, agradezco tu paciencia y te ofrezco el final…

Continuará…

19.3.10

LOS BENEFICIOS DE ESCAPAR

Cuando mi estado mental y/o emocional, carece de los niveles adecuados para soportar la convivencia con terrícolas y simples mortales; huyo, me alejo, escapo a mi mundo y a otras realidades, últimamente esa necesidad de abrazarme a la soledad es imperativa, hay cosas a las que me resisto entender o me niego darles libertad, y ante la impotencia de no poder controlarlas el mejor remedio que he encontrado es tomar una ruta de escape y auto liberarme, encontrarme con aquel ser misterioso que toma mis decisiones, controla mis pensamientos y a la vez pedirle ayuda para dilucidar mis ideas. Ese día era uno de esos, tome mi cámara, mi mochila y hui…

Camine ensimismado en aquellos pensamientos, no me di cuenta en qué momento la carretera, dejo de ser carretera y se volvió calle y después de un par de horas de seguir andando y tomar aquella ruta de transporte público, la calle se hizo camino, y el camino se lleno de guijarros y de barro. No recuerdo cual de todas las rutas tome, pero siempre supe hacia donde me dirigía, (por seguridad emocional, no revelaré el lugar específico al que voy en estados de desasosiego, por la simple y sencilla razón de que es MI lugar especial). Pasé del ruido de los camiones, al gorjeo de los pájaros; del olor de la carburación y el smog, al aroma de la hierba húmeda; allí donde la gente aún anda en burro o a pata y con sus costales sobre la espalda, como yo, con la mochila en la que llevo cosas innecesarias y a la vez indispensables cada vez que huyo de mi casa y de todas las realidades que agobian mi existencia...

Imprescindible aquella sensación que otorga el estar completamente solo, excepto con uno mismo, los arboles, las aves, un río medianamente caudaloso al frente, cuervos en los árboles celebrando su libertad y un curioso perro "sonriente". Y allá atrás, mucho más atrás de mi, algunas casas; supongo que mi presencia no debe importarle a sus habitantes, pues, en lugares así, los baluartes son jardines que siempre están de lo más procurados. Cada casa tiene un corral, aunque las gallinas vagan por el monte, de vez en cuando controladas por el canto de un gallo cuidadoso y arrogante. Todo es tan tranquilo desde aquí, hasta los burros tristes que siempre están amarrados fuera de las casas comiendo zacate.

Qué perro tan alegre aquél que se acercó a mí sin preocupaciones cuando me senté a descansar debajo de aquel árbol al que irónicamente le puse por nombre “jumex” (suelo darle ese nombre a todos los arboles que me gustan), casa de cuervos y gorriones que se dispersan en el aire en cuanto me acerco y busco resguardo a sus pies, pareciera que las aves que ahí habitan saben que necesito espacio para pensar y respetan mis deseos de soledad. Mi “jumex” es color café pardo desgastado con heridas viejas y ramas rotas por todos lados; aún así sigue airoso y muy fuerte demostrando a cualquiera que pasa que a pesar de tantos golpes maltratos y humillaciones que le han propiciado los malos tiempos, el viento y las lluvias, este sigue de pie y con ánimos de permanecer así; alentando y dando sombra y cobijo a las aves y enseñanzas a los que como yo aprendemos de sus ramas buscando consuelo y ejemplos de temple y fortaleza espiritual.

Aquel perro alegre, viejo y descuidado debe ser lo suficientemente apto para vigilar aquellas casas. Aunque ¿de quién lo haría? Todo allí parece tan pacífico, tan desinteresado. Nada debe de ocurrir, el aislamiento de la ciudad los resguarda de la inmoralidad propiciada por el egoísmo; aquí la gente solo muere porque es vieja. Lo acaricio por un rato y me levanto a lanzar un palo pensando que correrá tras el... no lo hace, y lamento en ese momento que no esté conmigo ese hermoso perro blanco “Ix” que me regalaran en Querétaro, juguetón, fuerte y rebelde, que debido a su fortaleza nata, ha terminado aislado en la azotea de mi casa, él si perseguiría aquel madero lanzado, aunque también perseguiría a aquel perro sonriente y seguramente lo destrozaría, pero no está ahí conmigo y los intentos de que el que esta, persigan un madero lanzado al aire, cesan, los perros de rancho prefieren perseguir codornices, gallinas o molestar a los burros, sabiendo las limitaciones que su atadura les impone.

Pero este perro tampoco es un perro de rancho, es un perro sonriente, es un perro calmado que disfruta mi compañía o disfruta brindarme la suya, éste en especial me mira con brillo en los ojos, característico de los canes que están contentos, moviendo la cola de un lado hacia otro y formando un ángulo obtuso con su boca como si quisiera ladrar para que se le haga caso: sonreía, pues, quería que lo siguiera pero no lo hice, estaba cansado. El perro permaneció husmeando en los alrededores mientras a mi me venía la lluvia de ideas y las escribía sobre mi libreta inexistente. Sin perder de vista la cómica actitud del perro que a veces moja sus patas en el río, otras tantas, mastica zacate sin comerlo y repentinamente rompe la cadencia relajante del río con un ladrido.

La tarde llega, el sol comienza a ceder y mis penurias son saciadas, reviso y corrijo los detalles detectados en toda esa sarta de ideas impresas, leo en voz alta y me convence la trama, irónico habría sido que alguna de las aves cagara sobre mi libreta de ideas manifestando su punto de vista sobre las palabras ahí escritas. Tal imprecación me habría hecho sentir mal y bien a la vez. Después de todo, a eso vengo a perderme aquí, a eso vengo a consolarme aquí, vengo a tratar de ser, un perro sonriente…

17.3.10

CRÓNICAS DE UN VIAJERO (PARTE 4... y creo final)

...Una plaza, un kiosco y mucha gente, elementos indispensables en jardines, paseos o alameda central de prácticamente cualquier ciudad, cada kiosco tiene una particularidad, ninguno es igual a otro, parecen las huellas dactilares de cada poblado, la identificación personal, son representativos de cada lugar ya que no se encuentran dos iguales en todo el país pero, el ver asomar la cabeza de un ratón entre la hierba del “parque” central sigue siendo una experiencia insólita para el viajero despistado (su servidor). Estos bichos, franca y personalmente ¡¡horrendos!! Enseñan el hocico con la tranquilidad de aquel que se sabe “dueño” del lugar o del inquilino que ya ha pagado hace muchos años el derecho por su vivienda. Estas plagas pasean y campan a sus anchas por la urbe y los paseantes habituales simplemente giran la cabeza cuando escuchan el sonido inconfundible del rastreo. Así vive la gente, sin complicaciones y con preocupaciones más importantes que un roedor curioso, en mi ciudad los roedores no se dan el lujo de mostrarse, huyen, se esconden y hacen el menor ruido posible, ciudades tan diferentes; aquí son calles empedradas que desembocan directamente en el parque, allá de donde vengo las calles pavimentadas y la fachada de la catedral, son un zoco caótico y agobiante, las cuerdas que aguantan los plásticos que sirven de techo, penden de cualquier farol, poste o de cualquier persiana metálica en los muros. Pasear por allí no es fácil, y menos cuando los propios vendedores, en un alarde de contradictoria mercadotecnia, impiden el avance de los potenciales compradores, sentados en taburetes en medio de las aceras y platicando entre ellos, con la confianza que dan varios años de ver cada mañana los mismos rostros y gestos. Todo está en venta: juguetes de plástico, ropa de segunda mano, aparatos de radio, cuchillos, DVD piratas (allá no hay top mantas: jamás hay que recoger el material cuando llega la policía porque la piratería no es delito. O mejor dicho: los piratas pagan mordidas por serlo, lo que los convierte en individuos respetables). Y siempre hay alguien que parece salido de una película de terror.
Triste realidad que me invita a desear no irme de aquí nunca más, de viajar constantemente sin parar, buscando cualquier pretexto para no regresar allá, de donde vengo. Imágenes burdas y explicitas de la carencia de respeto y convivencia entre las personas que caminan por las calles de la ciudad todos los días, convivencia y respeto que aquí en este “pueblo” hace alarde todos los días desde el primer –buenos días- profesado a cualquier rostro, aquí no hay extraños, no hay blancos o negros, gordos o flacos, si hay pobres, de hecho muchos pobres, casi no hay ricos, pero la singularidad que todos comparten; es que somos personas igualmente valiosas.

No sé cuánto tiempo me perdí entre pensamientos y tristes comparaciones, antes de continuar con mi camino, tampoco sé como volví pero retome la oportunidad de seguir aprendiendo, llegue a un “cine”, de esos de los que ya no existen en la ciudad de México: cine de barrio sin comodidades ni aderezos, casi un garaje con gradas y un retazo enorme de tela enfrente, baratísimo por cierto, me atreví a entrar ya que afuera el cielo manifestaba un diluvio no anunciado, ni esperado. Me encontraba sin un paraguas y aunque ese no es pretexto no me quise arriesgar a la aventura de seguir caminando, realmente me gusta salir a empaparme de vida cuando llueve, solo que esta vez si me mojaba, el equipo fotográfico pagaría las consecuencias de aquel capricho arraigado desde niño, sin prisas ni problemas, sabía que sólo tenía que esperar hasta que la tormenta escampara apretujado entre el resto de espectadores que tampoco llevaban paraguas, ¿para qué llevarlo? Podría jurar que en todo Centro y Sudamérica nadie lleva uno nunca: el tiempo es tan imprevisible que llevar uno permanentemente sería demasiado engorroso.

Observaba ansioso la lluvia incitándome a perderme nuevamente en pensamientos burdos e imágenes gastadas a tris de caer en pacifica catarsis, causada por ese juego de pensamientos e imágenes que invaden mi cabeza cuando sin quererlo dadas las circunstancias obtengo un “break mental”. Y entonces apareció aquel hombre, fornido, con cara de sádico perverso, encías siempre visibles y palmetazos en mi espalda. Me asuste y al instante adopte la actitud defensiva, pensando que tanta familiaridad sólo puede ser una evidencia del robo que se va a perpetrar a continuación, intenté no hacerle mucho caso pero tampoco podía escapar, atrapado entre la calle que ya parecía un arroyo y el resto de cinéfilos que se agolpaban a mi alrededor. Me preguntó lo evidente, ante mi aspecto de blanca tez y mi acento “cantadito”: que de dónde era -"ah, Chilango!!"-, que si andaba sólo por ahí -"no, me espera mi familia numerosa al otro lado de la calle"-, (le iba a decir, no fuera a ser que mi soledad se convirtiera en otro aliciente para el crimen), que si tenía cinco minutos para escuchar algo que quería comentarme ("sólo cinco, y además estaba lloviendo"). Sin duda estaba acorralado, así que sin mejor opción hice ademán de prestarle atención mientras me palpaba los bolsillos, por si acaso. En seguida me pidió prestado un bolígrafo y en un papel anotó seis cifras: 1,959.248 - 1,497.508 - 1,504.750 - 1, 964.375 - 1,504.783 y 1.972.550. Precedido de ese mar de números me preguntó cuál era la superficie en kilómetros cuadrados de mi país. Pensé que alguien le había hecho la misma pregunta a él, o quizás fuera un profesor que lo examinó, y ahora había encontrado la posibilidad de resolver el enigma: ¡estaba ante un fulano, que seguro que sabía con exactitud la superficie de su propio país! Miré ya con cierta atención los números y, como es de suponer, no tenía ni idea de cuál era la contestación a semejante arbitrariedad, mucho menos a la salida de un cine, frente a un chaparrón, con ganas de llegar al hotel y ponerme a leer un libro.

Pero tenía la vaga certeza de que la cifra comenzaba por 1,9 y algo (quizá una chispa alojada en mi cerebro desde tiempos de la secundaria) así que le dije eso, que podía ser cualquiera de los tres últimos números. Y ahí comenzó el baile: atropelladamente, fue contando que la cifra buena era la primera, pero que había que añadirle los 5,127 kilómetros cuadrados de superficie insular, lo que nos llevaba a la perversa y cabal cifra final de 1,964.375…

El silencio, mi silencio; al parecer dejo complacido al desinhibido interlocutor, aproveche el barullo que provocó la caída de agua sobre algunas personas, y me quede pensando ensimismado, después de un boom de imágenes y recuerdos y el temor que causo en mí aquel extraño que se acerco sin que lo llamara y que en mi ciudad una actitud similar sería sinónimo de problemas; ¿Quién te llamo, quien te dijo que me interesaría hablar respecto a la superficie del territorio nacional? estoy a mas de 900 kilómetros de distancia del mundo vil y sucio en el que vivo, creyendo a ciencia cierta que jamás me encontraría por aquí alguien a quien conozca o le interese ni un centímetro el territorio donde vivimos y para rematar con el irónico sarcasmo; saliendo de ver una mala película, con roedores asomando sus hocicos por el pasto al más leve requiebro. Y Tú gañán, con tu más histriónica sonrisa, me entregas el papel con aquellos números perversos y te difuminas entre la brisa y las paredes envejecidas del centro, calle abajo, sin decir nada mas, te desapareces entre la lluvia y la escaza luz de las calles de Chiapas…
Desde aquellos días, conservo el papel, pensando en aquel fanático del dadaísmo pudiendo asomar su nariz, impertérrito, en cualquier esquina, despachando de manera furtiva, gratuita y sobre todo fortuita a cualquier atolondrado viajero, chilango o extranjero; papelitos de “cultura general” y sapiencia obligatoria para recordarnos que; nadie se hace más grande por el conocimiento encontrado, el conocimiento como el amor son las únicas cosas intangibles que más CRECEN cuando se comparten y a su vez éstos carecen de valor cuando no son llevados a la práctica...

16.3.10

CRÓNICAS DE UN VIAJERO (PARTE 3)

... Uno avanza a través de aquellos parajes y se repite constantemente las mismas preguntas; ¿Por qué ellos? ¿Por qué aquí? La imagen de odio, repudio y a la vez olvido e indiferencia son aquellas milpas destruidas, aquellos animales flacuchos y enclenques, las ropas harapientas que contrastan irónicamente con la hermosura, quietud e inmensa riqueza de los paisajes de aquellas tierras. Sigo caminando a lado de un grupo de mujeres y niños, me deslizo cuidadoso por el agresivo camino cerca del río, hoy son puras piedras y cuatro días atrás una remansa de lodo y agua.

Al entrar en uno de los campos sembrados, se avistan desde lejos las mazorcas marrones, completamente secas: basta con acercarse e ir desgranando cada planta, abriendo cada elote para comprobar que el maíz ya no servirá ni para hacer harina con que engordar al ganado. Uno tras otro, los campos han quedado arrasados por efecto de una torrencial tormenta, pues el agua se estancó por varios días en cada milpa y la humedad destruyó completamente las cosechas. Ya todo es irremediable, pero aquí las sonrisas y las resignaciones se combinan para echarle ánimo al asunto y pensar ya en cómo se podrá alimentar a la familia hasta la próxima oportunidad de siembra.

Los cuadernos de los niños y sus zapatos se compran con el excedente de la cosecha, pero ahora es diferente; habrá que inventarse otra manera de conseguirlos. Y hasta la próxima tormenta: el desborde del río rompió los diques naturales y acaba de formarse un lago artificial que no sale en los mapas y que no se secará probablemente jamás: los niños ya se bañan ahí y la diversión y los gritos de entusiasmo tras cada chapuzón resisten cualquier intento de desánimo.

Esa actitud esta en los niños, inflexibles a las penurias de los estragos causados por las inundaciones. Pero la actitud de la llamada “gente grande”, la que aporta los pocos pesos que puede conseguir en una jornada completa de trabajo para la subsistencia de la casa es diferente.


¿En dónde está la ayuda?, dos días antes de la visita de la Gobernadora, todavía no ha llegado nada. Los cooperantes se mueven con nerviosismo, la seguridad del Estado tiembla y el regidor es un rostro furioso y desencajado.

-¿Pero dónde están los cobertores que tiene que entregar la Gobernadora?
-Se los llevaron las cámaras vecinales, para repartirlos antes.
-¡Pues que compren más!

Cuando llega esa caravana de autos lujosos color negro seguidos por un vehículo “oficial” descienden trajes y corbatas oscuras. En el centro se observa un vestido y un peinado que avanzan, los mismos que dos horas después estarán repartiendo cobertores entre la comunidad campesina, con una risa fingida y exageradas adulaciones.

- Estamos con ustedes, haremos todo lo posible por restablecer el orden y apoyaremos a todos los afectados, estoy con ustedes… no se olviden de quien les extendió la mano tras esta crisis, a la hora de votar!!

La gente se agolpa a su alrededor, un niño con libreta en mano grita con fuerza; "¡Gobernadora, Gobernadora!" mientras con los dedos hace la seña del que firma algo. La tal “Gobernadora” levanta los hombros y hace como que no entiende. -"¡Gobernadora, Gobernadora!"-, insiste la criatura reclamando su autógrafo. Los matones que la guardan le impiden con sus cuerpos que avance hacia la multitud, y Ella sigue haciendo gestos de incomprensión, con la sonrisa puesta.

-¡Come mierda, hijaeputa!- Y el niño desaparece bajo las piernas de los adultos, mientras los hombres de negro se llevan a su protegida en volandas hacia otros colchones más confortables.

Patética e irónica realidad, pienso, al mismo tiempo que escucho; -esa gente cree que con un cobertor se solucionaran nuestros problemas-, Don Gabino se llama aquel aportador de la historia y sentencia exacta, memoria cautiva. Le escuché sentado en un pedregal frente a su casa después de presentarme (escuchar hablar a un anciano, es como escuchar un libro, un diario que contiene la verdad, los hechos exactos de las cosas, escuchar a un anciano, son de las cosas que más me apasionan y nutren mi alma), él apoyado en el marco de la puerta. Tras las paredes de adobe veo el movimiento familiar que no se detiene, la olla en el fuego de leña.

Cuenta que en aquel caserío llegaron soldados allá por los años 90 y acribillaron a cuanta persona se puso por delante, hombres, mujeres, niños… -hasta fetos- decía, Don Lucio tuvo que enterrar a seis criaturas abiertas en canal, y a una mujer embarazada con la barriga cosida. Con la brutalidad de aquel que ha visto demasiadas brutalidades, dijo que jamás se imaginó volver a comer carne de cerdo, porque eso es lo que vio: carne desparramada, no pudo ver personas ni reconoció o no quiso reconocer a nadie. Derrama un par de lágrimas y sede a un silencio lúgubre en honor de sus hermanos. Pero de vez en cuando bromea, es así como puede sobrevivir al desastre. Yo estoy maravillado ante eminente persona, su relato me vuelve parte de sus alegrías y tristezas, lloro lo que él llora, lamento lo que el lamenta y me divierte lo que me parece prudente. Aquel viejo roble, sabio, sólo tiene dos dientes en la mandíbula inferior, su barbilla es escasa y cana, y lleva unas botas que muestran los dedos de los pies. Su voz llenando la tarde, miro de nuevo hacia el interior de la casa y ahora observo una muchacha descalza sentada en una hamaca que tiene un libro entre las manos. También observo que sus labios van deletreando cada palabra y moviéndose al ritmo de la lectura, de cada frase que va cobrando sentido. No aparta los ojos del libro y yo la sigo mirando por un buen rato, intentando meterme en esa ficción suya que ya, a estas alturas del viaje, se hace tan necesaria ante la realidad desbordante que me inquieta y me supera a cada minuto...

Continuará...

12.3.10

CRÓNICAS DE UN VIAJERO (PARTE 2)

...”El camino de la redención engrandece tu corazón”.

La frase de aquel rótulo sentenciaba así, yo podría cambiar una y otra vez todos los elementos de la frase y el resultado sería el mismo para mí.

En otro portal, con grandes caracteres, leí las palabras “policías asesinos” al lado de versículos bíblicos escogidos y de los horarios del culto. “Son policías asesinos” –decía-, mientras justo al lado del portón acusador se lavan carros y enfrente se venden mecates para colgar hamacas. Todo a tres cuadras del lugar exacto en donde, 13 años atrás, caían Paisanos bajo las balas y los machetes de sicarios a sueldo del ejército. La pinta del muro es otra, bien distinta: "Pobres hermanos gloriosos, asesinados a sueldo, a dólar, a divisa. Como Jesús, por orden del Imperio".

Atravieso la puerta enrejada y el paseo de acceso al “Hospital” regional se me ofrece como un apacible lugar de sombra y silencio, con leves revoloteos de palomas y de zanates aunado a la escasa concurrencia. Una familia completa descansa sobre bancales de piedra, mirándose entre sí y hablando con voz muy suave: me observan cuando paso por su lado y me siento a pocos pasos, en otro poyo de piedra sin labrar. Algún enfermo, pienso, alguien entre ellos que habrá salido a pasear por este pequeño jardín y que en esta mañana soleada comparte su apego a la vida con los suyos. Los niños no juegan aquí: todo es tan sensible que se disfrazan de adultos, participan de la reunión para demostrar su vínculo solidario y su probable empacho de estupideces. En este sitio no hay que hacer nuevas cruzadas, basta una palabra de afecto y una mano que acaricia. Me levanto para no interferir en la escena y me planto en la puerta de la capilla: desde aquí salieron los disparos en 1995, con la puntería del asesino que se cree ya mítico y que está a punto de pasar a la historia.

Pero se equivocó: la historia cayó desplomada al fondo, ante el altar, y el individuo entró de nuevo al vehículo y huyó, por este paseo silencioso (cómo resuena el chirrido de las ruedas en mi cabeza, un sablazo cruel) sablazos como los que lanzaron aquellos sicarios cobardes contra mujeres embarazadas y niños pequeños que se encontraban rezando en este mismo lugar hace 13 años y no conformes con tal crueldad, enfermos de sangre y estupidez, propiciaron cortes a los vientres maternos y extrajeron fetos para “asegurarse” de que no quedara “indio” vivo aquella tarde. No puedo contener las lágrimas ante esas imágenes difusas que laceran mi corazón y mi alma vuelta cientos de pedazos, cada pedazo en unión y comunión por aquellas inocentes personas asesinadas y las familias de cada una de ellas, de “Las abejas” en aquel diciembre de 1997. Lanzo una versión personal de lo que se conoce como oración en homenaje a las víctimas y salgo de aquel lugar, embriagado de impotencia y rebeldía… necesito calmarme, necesito volver a sonreír.

Camino y llego al mercado del pueblo, toda una expresión de color, una fértil maraña de gritos y olores de frutas frescas. Contrastes tan intensos: a veces no hace falta caminar para meterse en realidades opuestas, para probar las mil caras de este territorio que se mueve en sentido estricto (hay sismos bastante regulares cada año) y figurado, en un sentido casi metafórico. Estas mujeres que venden telas, semillas, flores y pequeños “marquitos” (así les llamo Yo), y que aguantan a su hijo en las caderas o sobre el pecho mamando y que cuando aprende a caminar se les escapa mientras atienden a los clientes y deben ir a buscarlo por el pasillo con los pesos en una mano y en la otra la mercancía, que tienen el almuerzo en un plato de plástico y la bebida en una bolsa con pajilla, que van a preparar la cena cuando terminen de cerrar el puesto de venta. La representación cruda y sin censura de la mujer chiapaneca, el orgullo indígena de esa región y de todas las regiones indígenas de nuestro hermoso País, me hace recordar las palabras gloriosas e inermes de la Comandanta Esther ante el Congreso de la Unión en donde hablaría de la situación de la mujer indígena y pondría el dedo en la llaga de la deuda histórica que como nación se tiene para con los pueblos indígenas:

Mi nombre es Esther, pero eso no importa ahora. Soy zapatista, pero eso tampoco importa en este momento. Soy indígena y soy mujer, y eso es lo único que importa ahora.

Las armas zapatistas no suplirán a las armas gubernamentales.

Cuando se reconozcan constitucionalmente los derechos y la cultura indígenas, la ley empezará a unir su hora a la hora de los pueblos indios. Los legisladores que hoy nos abren puerta y corazón tendrán entonces la satisfacción del deber cumplido. Y eso no se mide en cantidad de dinero, pero sí en dignidad. Entonces, ese día, los millones de mexicanos y mexicanas y de otros países sabrán que todos los sufrimientos que han tenido en estos días y en los que vienen no fueron en vano.

Señoras y señores legisladoras y legisladores: Soy una mujer indígena y zapatista. Por mi voz hablaron no sólo los cientos de miles de zapatistas del sureste mexicano, también hablaron millones de indígenas de todo el país y la mayoría del pueblo mexicano. Mi voz no faltó al respeto a nadie, pero tampoco vino a pedir limosnas. Mi voz vino a pedir justicia, libertad y democracia para los pueblos indios. Mi voz demandó y demanda reconocimiento constitucional de nuestros derechos y nuestra cultura. Y voy a terminar mi palabra con un grito con el que todas y todos ustedes, los que están y los que no están, van a estar de acuerdo: ¡Con los pueblos indios! ¡Viva México! ¡Viva México! ¡Viva México!”...

Cuantos sentimientos encontrados bombardean mi ser en estas tierras llenas de magia, hermosura y a la vez denigración y maltrato.
Estas mujeres, son la esencia y el suplicio permanente de este movimiento que no cesa, que sólo se va deteniendo al anochecer pero nunca del todo: la oscuridad que aprovechan los perros para hurgar en la basura es sólo la antesala de un despertar temprano igualmente estruendoso, que arranca cada día con igual ímpetu sin importar las ganas ni el desaliento. Cuántos psicólogos deberían pasear por aquí: ¿quién dijo depresión?

Uno sale de estos mercados reanimado, casi gritando el nombre de las frutas y verduras por pura empatía y empujado a la dinámica del hacer, del trabajar, del no parar. Mientras voy pisando restos vegetales y charcos embarrados por el agua y los meados, me aferro al ansia del escalador que está a punto de llegar a alguna cumbre, del sediento que ya otea el oasis a poca distancia: al ansia del que tiene lo real al alcance de la mano y está a punto de acariciarlo (como el niño a su abuelo, la vendedora a su hijo), y que tiene miedo de perderlo de vista y quedarse sin cima, sin agua y ajeno al acontecer de este mundo tan verdadero, sin mano en la mejilla...

Continuará…