Buenos días lectores, déjenme contarles que
son las 7 de la mañana con 25 minutos y me encuentro en el Aeropuerto de la
ciudad de Villahermosa, Tabasco esperando abordar el avión que me llevará a la
ciudad de México por cuestiones laborales… bueno, ese no es el punto importante
en este momento. Últimamente se ha vuelto mi afición cuando estoy de visita en
el aeropuerto, observar cómo la gente se despide, he pensado que quizá sea una
manera enferma de analizar gente pero realmente mi actitud tiene sus ¿por qué´s? Fijo la mirada en el viajero que, ya entrando
a la sala de espera de tripulantes, voltea la vista y desde las ventanas que lo
permiten, aletea los dedos como impregnando con el maleficio de la nostalgia a
quienes deja atrás, hijos, esposa, amante, amigos. Hay separaciones
decididamente cursis, teatrales o anheladas (éstas últimas proceden cuando el
“despedidor” no desea que quien se va, vuelva); y me vence cierta angustia
observar cómo un pasajero se hunde en el túnel de abordaje sin que a sus
espaldas nadie lo despida. Esa persona, ciertamente, también carecerá de
alguien que lo reciba a su regreso, de alguien que lo extrañe durante su
ausencia.
Pero los aeropuertos, escenarios
boyantes en adioses, no son la única plaza recurrente del ¡vaya usted con Dios!
Las escalinatas del Metro, los terminales terrestres, el borde de la cama desde
donde la amante resbala su mano por sobre nuestro pelo mientras con su otra
mano se reacomoda el aro que la devuelve al juramento de fidelidad, son teatros
de los muchos exilios cotidianos. Y las funerarias, ni se diga, esos feudos de
lo irrevocable (no quisiera detenerme en la humedad que rueda por la cara
cuando el adiós es una gota salobre desplomándose entre claveles). En fin, existe
toda una "tipología" del adiós. Está el sucinto “hasta luego”, el poco formal
“chao”, el ejecutivo apretón de manos, hasta las insolencias que vocifera la
esposa desencantada para acto seguido batir la puerta y marcharse con sus
peroles a otra historia.
Admito que el saludo, la bienvenida, entraña una importancia equivalente al adiós, al extremo que eventualmente ambas cortesías traspapelan sus atribuciones. No saludar, por ejemplo, es una manera muy eficaz de despedirse. Pero el señorío de la despedida radica en su aura enigmático. Cuando a esa persona de la que acabamos de despedirnos se la lleva el ascensor o desaparece tras cruzar la esquina, esa persona pasa a constituir otra modalidad del silencio, una incógnita del destino. Sabrá dios si el tiempo en que no la miramos lo invertirá comprándonos chocolates o urdiendo nuestra aniquilación…
Señores, sépanlo ya: el vacío dejado
por la mano que se retira de la nuestra, lo llena a sus anchas el azar.
Claro, hay personas y asuntos de los
que nunca podremos despedirnos. Ciertas deudas, una canción, aquellas noches
cuya importancia se recuerdan en la piel… cosas para las que no se ha inventado
ningún medio de transporte que nos lleve lejos.
En mis crónicas, así como en la vida,
aspiro a que quienes parten se despidan llevándose en la boca el tentempié de
una sonrisa, más el llamamiento para que pronto volvamos a encontrarnos. No
siempre lo logro.
Es hora de abordar mi avión, buenos
días!!
Hasta pronto Villahermosa, hola de nuevo Ciudad de México…
TECUAN